Páginas del Café

Doña flor y sus dos maridos (1976)

 Título Original: Dona Flor e Seus Dois Maridos
Brasil
Dirección: Bruno Barreto
Idioma: Portugués subtítulada en Español

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RESEÑA
Entre el deseo y la decencia late una samba eterna.

Hay películas que se instalan en la memoria colectiva como un perfume que vuelve con la lluvia; Doña Flor y sus dos maridos es una de ellas. Ambientada en la Salvador de Bahía de los años treinta —ese cruce febril de candomblé, ron y carnaval— la cinta adapta la novela homónima de Jorge Amado con la soltura de alguien que conoce cada adoquín impregnado de salitre y pecado. Flor, encarnada por una Sônia Braga luminosa, es maestra de cocina y de moral doméstica, hasta que la muerte repentina de su marido Vadinho (José Wilker) —un pícaro tan seductor como irresponsable— deja su cama fría pero su cuerpo ardiendo de nostalgia. Viuda breve, Flor opta por el camino “correcto” y se casa con el farmacéutico Teodoro (Mauro Mendonça), hombre honorable cuya cortesía degusta la vida con prudencia y sin sazón.

Entonces, como si en la Bahía el finado no aceptara jubilarse, el fantasma desnudo de Vadinho regresa únicamente visible para su viuda, instalando el triángulo más insólito del cine brasileño: la esposa, el esposo de carne y hueso… y el amante translúcido que solo ella puede sentir. Con esta premisa, Bruno Barreto cocina un guiso de costumbres y erotismo donde el realismo mágico no es ruptura sino continuidad de un paisaje espiritual que en Bahía se respira como bruma. La samba no marca compases; marca zonas erógenas.

Bastaría la anécdota para una comedia picante, pero Barreto —apoyado en un guion coescrito con Eduardo Coutinho— hurga en la pulsión femenina que el patriarcado prefiere silenciar. Flor no es la viuda inconsolable de la telenovela: es una mujer que desea, que ríe al ritmo del carnaval y se permite la fantasía de articular su propio contrato con la vida y la muerte. Entre Vadinho y Teodoro se reparte la dualidad brasilera: el impulso dionisíaco del baile y la disciplina austera de la república. ¿Debe elegir Flor? ¿O elige la Bahía por ella, en su sincretismo de santos católicos y orixás que comparten altar?

La fotografía tibia de Murilo Salles pinta calles coloniales en ocres que sudan sensualidad, mientras la partitura de Chico Buarque puntea cada aparición espectral con una malicia casi infantil. Barra sinonímico de libertad, el cuerpo de Braga —jamás filmado con vulgaridad— se convierte en manifiesto visual: el deseo femenino existe, baila, manda. Y sin embargo, la cinta no sataniza a Teodoro; lo muestra preso de una ética que el Brasil profundo le impuso, incapaz de escuchar el tambor que late en el vientre de su esposa. De ahí la ironía última: la felicidad de Flor solo es posible cuando integra ambos mundos, cuando acepta convivir con la carne moderada y el espíritu desbocado.

Estrenada en plena dictadura militar (1976), la película subvirtió la censura deslizando crítica social tras el humo del chiste. La moral oficial, empeñada en vigilar camas y conciencias, halló en esta fábula una broma demasiado alegre para prohibir: el Brasil autoritario era, paradójicamente, seducido por su propia cultura popular. Hoy, casi cincuenta años después, la obra sigue interpelando a nuestras sociedades binarias: ¿cuántas veces obligamos al cuerpo a callar porque la norma exige compostura? Barreto responde con un plano de Flor danzando entre dos sombras: ni santa ni pecadora, sino —simplemente— humana.

Al final, cuando la procesión de Iemanjá inunda la pantalla de velas flotantes, entendemos que el amor no cabe en los moldes del Código Civil ni en los dogmas de sobremesa. Cabe, quizá, en el espacio íntimo donde cada cual negocia con sus propios fantasmas. Y allí, en la penumbra perfumada de claveles y sudor, Doña Flor nos susurra que la vida, como la buena moqueca, necesita un punto exacto de picante: lo suficiente para quemar, nunca tanto como para anular el sabor.

"Porque solo quien baila con sus sombras conoce el pulso auténtico de la alegría."


Julio César Pisón
Café Mientras Tanto

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