Concert 1983
Royal Albert Hall, London
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RESEÑA EN EL CAFÉ
Cuando los héroes se abrazan.
Hay noches en que la música deja de ser entretenimiento y se convierte en memoria viva. No en la forma abstracta de los archivos sonoros o los pósters enmarcados, sino en el latido palpable de algo que se comparte —un gesto, una canción, una causa. Así fue el A.R.M.S. Concert de 1983 en el Royal Albert Hall: un momento en que los dioses del rock bajaron al escenario no para alardear, sino para abrazarse.
Ronnie Lane, bajista de los Small Faces, estaba enfermo. La esclerosis múltiple lo había reducido físicamente, pero no había conseguido arrebatarle la gracia. Fue por él —y con él— que Eric Clapton, Jeff Beck y Jimmy Page decidieron reunirse. Tres guitarristas que no compartían bandas, pero sí un linaje: los Yardbirds, ese laboratorio del blues británico que moldeó a una generación. Verlos juntos no era solo un lujo: era presenciar una reconciliación silenciosa con el pasado.
Clapton tocó con la elegancia del que ha llorado más de una vez en la guitarra. Beck rompía el aire con ráfagas que parecían llegar del futuro. Page, menos fiero que en los días de Zeppelin, se entregó con una dignidad solemne. No competían entre ellos. No se trataba de virtuosismo, sino de presencia. De estar ahí. De ser parte de algo más grande que ellos mismos.
En medio del show, Steve Winwood entonó Gimme Some Lovin’ como si quisiera resucitar la alegría de los años 60, y cuando Ronnie Lane apareció —tembloroso pero sonriente— para cantar Goodnight Irene, el público dejó de aplaudir para simplemente acompañar. Fue una despedida anticipada, un canto frágil como una vela al viento.
El concierto tuvo lugar en un Reino Unido convulso, marcado por la dureza de Thatcher, las huelgas mineras, los barrios heridos. Pero esa noche no hubo política explícita, sino algo más esencial: la política de la compasión, del cuidado mutuo, de la música como tejido humano. No hubo consignas, pero sí una forma de resistencia: la de los cuerpos envejecidos que aún tenían algo que dar.
Pienso ahora que este tipo de conciertos ya no suceden. No así. No con esa mezcla de imperfección, emoción y camaradería que tenía el rock antes de que el algoritmo ordenara nuestras pasiones. El A.R.M.S. no fue una “producción”, fue una reunión de almas. Un ensayo general del adiós. Un altar de guitarras encendidas para recordar que, cuando todo se apaga, queda el sonido de una canción compartida.
"Hoy, cuando veo y escucho aquel concierto, no oigo sólo acordes: oigo una generación que se despide sin decir adiós, dejando en cada nota el eco de una amistad que el tiempo no pudo desafinar."
Julio César pisón
Café Mientras Tanto
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