Título original: Lawrence of Arabia
País: Reino Unido
Dirección: David Lean
Guion: Robert Bolt y Michael Wilson, basado en los escritos de T. E. Lawrence
Género: Bélico, épico, histórico, biográfico
Reparto: Peter O'Toole, Alec Guinness, Anthony Quinn, Omar Sharif, Jack Hawkins, José Ferrer,
Anthony Quayle, Claude Rains
Idioma: Inglés con subtítulos en Español
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RESEÑA EN EL CAFÉ
El desierto como espejo: apuntes sobre Lawrence de Arabia.
Hay películas que nos cuentan una historia. Y hay películas que nos arrastran a través de un espejismo: nos enseñan algo que brilla, pero cuya naturaleza última se disuelve cuanto más nos acercamos. Lawrence de Arabia, ese coloso del cine épico dirigido por David Lean en 1962, pertenece a la segunda categoría. Bajo la apariencia de una aventura grandiosa —camellos, rebeldes, coroneles y guerras en las arenas—, lo que se despliega en pantalla es, en realidad, una pregunta sin respuesta: ¿quién fue realmente T. E. Lawrence?
Peter O’Toole, con su porte esbelto, ojos transparentes y voz temblorosa, no interpreta al personaje: lo habita con una mezcla incómoda de arrogancia e incertidumbre. Lawrence no es un héroe clásico. Es narcisista, contradictorio, brillante y profundamente desgarrado. Quiere liberar a los pueblos árabes, pero también quiere escribir su nombre en la historia. Ama el desierto, pero no pertenece a él. Se desliza entre culturas, ejércitos y códigos como alguien que busca un hogar donde ya no puede haberlo. El suyo es un viaje hacia la desmesura y luego hacia el vacío.
El desierto, en este filme, no es solo paisaje: es alegoría. Una extensión de arena tan sublime como inhóspita, que abruma y purifica. En esa vastedad sin límites, el yo se agranda hasta el delirio o se disuelve como un grano más. Lean lo entendió con claridad visual y conceptual: cada plano es un monumento a lo inabarcable. La cámara se aleja, se alza, se retira. El ser humano es apenas una silueta perdida en el horizonte. ¿Y qué es un mito, sino una figura diminuta amplificada por el deseo colectivo?
Pero hay algo profundamente trágico en Lawrence de Arabia. No porque Lawrence muera (lo sabemos desde el primer minuto), sino porque lo que muere es su fe. La fe en una causa, en una idea de grandeza, en una épica limpia. La política, con su realismo sucio y su pragmatismo colonial, lo atraviesa como una lanza. Sus jefes británicos negocian en los salones lo que él sangra en las dunas. Sus aliados árabes, héroes también con intereses propios, no son simples figurantes de su epopeya personal. El héroe, entonces, queda solo, incluso entre multitudes.
Tal vez por eso Lawrence de Arabia resuena todavía hoy: porque retrata un tipo de figura que seguimos reconociendo —el idealista arrastrado por su ego, el civilizado que coquetea con lo salvaje, el extranjero que intenta redimir una tierra ajena y acaba desbordado por sus propios fantasmas. En el fondo, es una película sobre la imposibilidad de ser dos cosas a la vez: servidor del Imperio y libertador de los oprimidos; extranjero y hermano; héroe y ser humano.
Casi al final, hay una escena en que Lawrence se mira al espejo. La cámara lo filma en silencio, mientras él, cubierto con túnicas árabes, ya no sabe qué rostro es el suyo. Esa imagen lo resume todo: Lawrence de Arabia es, en definitiva, el retrato de un rostro que se desdibuja. Un espejo roto. Un eco en el desierto.
"Al final, Lawrence no conquistó el desierto: fue el desierto el que conquistó su alma."
Julio César Pisón
Café Mientras Tanto
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