La Colmena
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RESEÑA
Zumbido de miserias bajo un cielo de ceniza.
Hay libros que respiran, que supuran vida y podredumbre, que laten como un corazón herido entre las manos del lector. La colmena es uno de ellos. Publicada en 1951 en Buenos Aires por temor a la censura franquista, la novela de Camilo José Cela no es un relato tradicional: es una sinfonía coral de más de trescientos personajes atrapados en el lodazal de la posguerra española, entre el hambre, la represión y la mezquindad cotidiana. Más que contar una historia, Cela disecciona un estado del alma colectivo, como si abriera una ventana a la atmósfera enrarecida de un país que sobrevive entre la sordina del miedo y el murmullo sordo de las conversaciones a media voz.
Madrid es aquí una ciudad casi sin nombre, un enjambre gris que zumba de hastío y desesperanza. En cafés decadentes, pensiones oscuras y habitaciones compartidas, hombres y mujeres se cruzan sin tocarse, se hablan sin escucharse, se rozan con la mirada sin poder evitar la caída. No hay héroes ni redención, apenas rutinas precarias, deseos frustrados, cuerpos sucios y pensamientos que nadie se atreve a pronunciar en voz alta. Cela, en su estilo cortante y preciso, traza escenas breves que se suceden como viñetas cinematográficas, sin transición, sin consuelo, con una crudeza casi obscena. Pero en ese realismo descarnado late una forma de compasión: la certeza de que la literatura también puede ser un espejo roto donde se reflejan nuestras heridas.
La colmena es también una denuncia sutil, disfrazada de costumbrismo, contra la hipocresía de una sociedad mutilada por el franquismo. El autor no necesita panfletos: basta con mostrar a sus personajes mendigando calor humano y un poco de pan, para que la crítica se vuelva inapelable. Bajo cada diálogo anodino, bajo cada escena de cama, se filtra la conciencia amarga de lo que no puede decirse. La censura no logró apagar esa voz: la multiplicó, la volvió colectiva, como el zumbido incesante que atraviesa la novela y que es, en el fondo, la metáfora más brutal del encierro.
En su aparente dispersión narrativa, La colmena logra una unidad profunda: la de la desesperanza compartida, la de los sueños rotos que forman un paisaje más reconocible que cualquier geografía. Es un libro que, más que leerse, se padece. Y sin embargo, al cerrarlo, uno no siente derrota, sino una extraña forma de gratitud. Porque Cela, con toda su ironía y su aspereza, nos recuerda que incluso en medio de la asfixia, la palabra sigue viva, y es capaz de decir lo que muchos no se atreven ni a pensar.
En cada zumbido de esta colmena herida resuena el eco de una España que quiso olvidar… y no pudo.
Julio César Pisón
Café Mientras Tanto
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